Nadie sabe desde cuando están los árboles al borde del camino, escoltando al caminante como si quisieran acompañarlo. Nadie sabe de cuantas historias pasadas habrán sido testigos, porque al verlos allí erguidos, alineados y tan solos, apenas percibimos que nos contemplan con la superioridad de quien se sabe centenario. Mientras tanto permanecen, desde tiempos remotos, presidiendo el camino, aunque nadie aparezca.
En los círculos de su tronco quedó grabada la historia de su vida, de los periodos de sequías, de los veranos calurosos, de cómo los azotó el viento y el frío, o de cuando el rayo perdido de una tormenta, quebró sus ramas. Todo está escrito en las huellas que quedaron en su corteza, marcada para siempre como las agujas de un reloj, que miden el tiempo con el ritmo de los años.
Parece como si hablaran de escenas que presenciaron en un pasado lejano, y uno se pregunta si tal vez no conserven también en su memoria, guardados en algún rincón desconocido, viejos recuerdos de los que quedaron impregnados, como los rayos y las sequías se grabaron en los anillos de su tronco, y que en ciertos días de viento, o en ciertas noches serenas, o en otros momentos que desconozco, tomen vida los recuerdos.
Si pudiera entonces recuperar esos recuerdos, hablarían de antiguos viajeros que pasaron de largo, de vagabundos polvorientos con un hatillo al hombro, de lentas carretas de bueyes, o de los pobres pastores que descansaron bajo su sombra. Me he detenido en el camino intentando imaginar esa escena, pero no he visto pasar ningún peregrino, ni nada que evocara como fueron los caminos del pasado.
El camino está vacío y sólo se oye el silencio. Sólo hay hojas secas esparcidas por el suelo que el viento de otoño, de vez en cuando, se lleva. Parece que el campo sólo se expresa cuando se encuentra solo.